viernes, 4 de febrero de 2011


En busca del ser auténtico

Entrada demasiado larga y aburrida. Si alguien se atreve con ella, ha de saber además que me repito demasiado y que digo perogrulladas y alguna sandez, no demasiadas espero. Si aún así, alguien se lanza, una aclaración: lo que va entre corchetes equivale a notas al pie. Finalmente, que los escasos lectores disculpen las digresiones y la casi ausencia de sentido del texto. Les doy por alertados; luego no digan… que quien avisa no es traidor.

Para empezar, ¿qué es un ser auténtico? Podría responder que una persona auténtica tiene que ser pura, impermeable a influjos externos, pero esto último es imposible y lo primero -la pureza- no es más que una repetición del término auténtico. Aún así, muchos de ustedes seguro que trazan en su magín una idea aproximada de lo que significa ser auténtico. Cada sujeto será auténtico cuando sea él mismo, lo que le dicta su profundo yo, como decía Ortega en “La rebelión de las masas”–cita que ya cité en otra ocasión- : “Pero el destino –lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser- no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos, somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos”. Entonces, ¿qué entiendo o cómo puedo saber si soy auténtico? Creo que sólo acierto a dar con una respuesta: vivir sin miedo.

Hay muchos miedos, unos basados en amenazas reales y otros en fantasías. Pero el sufrimiento es bien real en cualquier caso. Hay miedos disfrazados de ira o de vergüenza, incluso alguno de tristeza y pesimismo. Hay grados también: desde las preocupaciones y los recelos hasta el temor y el pánico. Hay miedos lógicos e ilógicos, en fin. Tampoco digo que se haya de vivir en el polo opuesto, en la temeridad, pero vivir con miedo –creo- nos impedirá alcanzar el ser auténtico.

El miedo está y ha estado presente en cualquier sociedad como forma de control de la masa, de los súbditos. La nuestra –la capitalista- no escapa a ello, ni mucho menos. De hecho, el capitalismo se aguanta por el consumo, el miedo y… ya lo diré en otro momento, en otra entrada. Ahora, vamos con el miedo. Pasen y lean.

La educación

¿Para qué educamos? Sin educación no hay humanidad, decía un sabio. Hasta hace poco, y aún hoy día, la educación ha consistido mayoritariamente en la domesticación del ser humano para que, manso y hormiga obrera, ocupe un papel en la sociedad de consumo en la que vivimos. Y para que en última instancia contribuya a los intereses del capitalismo, es decir, para que perpetúe en el poder a grandes empresas y gobiernos y para que este tipo de sociedad no se desmorone. La organización de la sociedad capitalista se asemeja a la cadena de montaje de una gran fábrica en la que cada engranaje de la maquinaria industrial cumple una función para elaborar un producto. En esta sociedad, los engranajes somos los seres humanos o, incluso, regiones o naciones enteras. Con el fin de producir, consumir y evitar el colapso de la sociedad, la humanidad desde hace centenares de años educa a sus vástagos para que el individuo sirva para algo, entendiendo ese algo, como la sociedad, no él mismo. Parece que no pueda ser de otro modo, ya que la finalidad más tangible en este mundo consiste en la producción y el consumo por los que se rige la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Así, tal y como la máquina necesita unos escasos parámetros específicos para proceder, el hombre-empleado sólo precisa mínimos conocimientos circunscritos al papel laboral y personal que debe desempeñar en la vida.

Pero, ¿en realidad el ser humano sobrevive con unos pocos conocimientos sobre el mundo? Probablemente sí que ocurra de esta forma –como demuestran los millones de personas que cada día inician su rutina por la mañana y la acaban por la noche, sin conflicto aparente alguno-, pero menos probable es que vivan la vida, en el sentido más intenso y vital del verbo vivir. Prueba de ello son el elevado número de depresiones, adicciones y suicidios que atenazan a la población y la ingente producción de libros filosóficos y/o de autoayuda, muchos de los cuales mencionan la palabra felicidad. O las depresiones que sobrevienen a muchos al final del verano o un domingo cualquiera. ¿Y, según cómo, no es razonable que así sea? ¿Si al individuo le interesa tanto la felicidad por qué sociedad y gobierno están tan preocupados por el crecimiento económico? Porque el poderoso no soltará nunca el cortijo.

Que al ser humano se le ha domesticado más que educado se colige de los métodos violentos (castigos físicos y psicológicos, vejaciones y menosprecios públicos o privados) empleados hasta hace unas pocas décadas en muchas familias y en muchos centros educativos: “La letra con sangre entra”, ¿quién no ha oído este dicho popular o quién, de entre los adultos, no lo ha padecido? Naturalmente, no hablo en términos absolutos pero me atrevería a usar la expresión “en general”, por lo menos, para España.

La clave de la educación está no sólo en romper con este sistema sino en cambiarlo. ¿Queremos transmitir a nuestra progenie unos valores vitalistas o antivitalistas, conformistas o críticos con el sistema? No sé ustedes, pero abogo por unos valores derivados del amor a la vida por encima de todo. Que descuelle el coraje y la prudencia, que la cobardía y el miedo no se adueñen de la voluntad. Estos valores provienen del amor, del amor sincero, no falso, no entendido como un deber procedente de una moral ajena. La realidad, sin embargo, nos desmiente una y otra vez que el amor predomine, al menos de forma global, en nuestra sociedad. Odio e ira hacia al prójimo y hacia uno mismo, envidia en el trabajo y en las familias, competitividad despiadada, guerras, hambre y enfermedad en el mundo prueban que el amor a la vida y la felicidad brillan por su ausencia. Estoy convencido, como otros antes que yo, que si se educara en y desde el amor y la libertad otro gallo cantaría. Si todas las consciencias estuvieran envueltas e inundadas de amor, poco odio, hambre y guerra habría en la humanidad, o ninguno.

No hay que olvidar el tópico cierto de que la educación es cosa de todos. Por ejemplo, de poco sirve lo que se construye en casa si luego en la escuela se destruye o viceversa. Para evitar incoherencias graves la mayoría de adultos debemos deseducarnos, transformar nuestros valores, transvalorar todos los valores y vivir según ellos: amor, alegría, razón, respeto, libertad, coraje. Ilusión y sentido, añadiría. Creo que si actuamos desde estos valores (no sólo decir que siento así sino expresarlo también) surgirán personas auténticas, individuos regidos por su esencia, sujetos en los que el debo y el quiero confluyan en armonía, voluntades sin miedo, alegres, vitalistas, valientes, conocedores de sí mismos, de sus capacidades, habilidades y emociones, personas, en fin, que creen en ellos y en la vida. [Si bien somos mezquinos también somos lo contrario. Y por ello también se sostiene esta sociedad, por aquello de todo el mundo es "güeno". Pero hay mezquinos y mezquinos, y mezquinos pobres y mezquinos poderosos, mezquinos cuyas decisiones afectan a pocos y mezquinos por cuyas decisiones mueren muchos, por ejemplo].

Otra cosa es cómo llevar a cabo la educación. Tan difícil como educar para el amor es educar en el amor. Cualquiera puede desear que una criatura crezca con valores como la libertad –no confundir con la libertad esgrimida por los capitalistas acérrimos, por favor- y el amor como guía, pero ¿es cierto ese deseo o es pose? Si deseamos educar para el amor y la libertad deberemos educar en y desde el amor y la libertad, que estos valores impregnen nuestro día a día. Decimos a un niño que no se pelee con el compañero y, sin embargo, comprueba todos los días como los adultos se critican entre sí, en la cara o a espaldas; ya no digamos si ve la tele con asiduidad, cosa probable. De bien jóvenes mamamos el verdadero rostro de nuestros modales, convertidos, en muchos casos, en forma, máscara, disfraz, falsedad, tartufería, hipocresía y no fondo, no esencia. Cierto que la diplomacia evita violencia pero también la incuba si no expresamos los sentimientos de forma adecuada al prójimo. Si algo no nos gusta, decirlo, sin más. No vale tampoco con evitar la demostración de odio hacia los niños, adolescentes y otras personas. Aparte de no sentirlo y no demostrarlo, tenemos que rezumar afecto en nuestras acciones, y más que demostrarlo, mostrarlo, que emane natural de nuestro ser. Lo contrario –si lo mostramos pero no lo sentimos- también significaría, lógicamente, falsedad. Además, y en general, más que odio hacia las personas sentimos odio o desagrado hacia comportamientos: a veces hacia unas pocas actitudes, otras hacia muchas.

La gran arma para el cambio es el entrenamiento. Porque en el fondo todos buscamos al prójimo, sentirnos estimados, huir de la soledad. Por muy ruin que uno sea o haya sido, en verdad ha sido una conducta adquirida. Así que al principio una actitud continuada de afecto podría parecernos falsa, pero con el tiempo la veremos natural. Para cambiar valores y conductas negativas, la educación ha de incorporar de forma indispensable la esfera emocional de la persona. Es ésta, por ejemplo, una de las vías desde donde los adultos que estén muy contaminados por el odio a la vida y a sí mismos puedan deseducarse y educarse en los nuevos valores, y así educar a las generaciones futuras. Quizá en el futuro no hará tanta falta hacer hincapié en la esfera emocional de la educación pero en los años en que nos ha tocado vivir se hace indispensable, debido al olvido atávico en la enseñanza de esta vertiente del ser humano. Hoy día se incluye en los programas escolares. Y psicólogos y terapeutas abogan por ella. "Más vale prevenir que curar", debieron pensar. "Demasiados trastornos mentales", debieron darse cuenta. [Pensando mal: para que la maquinaria productiva no sufra interrupciones y gane en eficiencia, pero no quiero pensar mal...]

Educar en amor y libertad no quiere decir eliminar los límites, pero sí los castigos y las coacciones si están preñados de odio. Si se noquean los límites el niño interpretará indiferencia hacia su comportamiento y/o persona, cosa peor que cuando siente el odio que comporta una recriminación. Aquí, al menos, sabe que existe porque se le hace caso. El niño o la niña ha de palpar que el amor le rodea, lo ha de respirar. ¿Cómo? Ha de notar que el adulto le respeta, que atiende sus necesidades, que se relaciona con él como con un semejante adulto cuando las circunstancias lo permitan (para ello el adulto ha de aprender a distinguir las situaciones en las que a un niño se le puede tratar con madurez –más de las que nos creemos-), que la razón y la emoción se conjugan en su justa medida y que el padre, la madre y/o el maestro no ejercen la autoridad por la autoridad sobre él. Debemos fijar la atención más en las actitudes y manifestaciones positivas y a imitar del infante que en las negativas, tal y como sugieren hoy día muchos manuales de conducta. Y parece lógico: si fijamos la atención en algo sentimos a partir de ese algo. Las noticias internacionales suelen ser de guerras, hambrunas y demás catástrofes, y a raíz de ellas reaccionamos con tristeza, desesperación y, la mayoría de las veces, con impotencia y frustración (en ocasiones extremas, se sale a la calle, se adoptan criaturas, se envía dinero o se derrocan gobiernos). Pero lo que quiero decir es que, en general, reaccionamos en función de lo señalado. Si señalamos lo digno de imitar sin descanso, quedará bien definido para el muchacho qué es digno de elogio, aparte del placer que sentirá en su fuero interno al ser su conducta ensalzada; placer que por otro lado buscará al final por sí mismo debido a la serenidad que le suscita. Posible conclusión: se repetirán conductas adecuadas. Si desterramos, además, la mala baba de los reproches y censuras quedará la crítica desnuda, constructiva, limpia y necesaria para educar, e idónea para eliminar el miedo.

Conócete a ti mismo

Por tradición, la escuela se ha ocupado de trabajar la vertiente intelectual, artística y física del alumnado, pero casi siempre ha obviado la faceta psicológica, interna de la persona. Y es justo a partir de este ámbito que las personas nos comportamos de una u otra manera, y desde donde finalmente adoptamos una posición determinada ante nosotros mismos, el prójimo y, en definitiva, la vida. No nos afectan tanto las cosas como la opinión que de ellas tenemos, dice Montaigné. Resulta paradójico que se haya desechado casi de forma sistemática la educación mental de la persona cuando otras civilizaciones, como la griega o la latina, de las cuales nuestra cultura es descendiente directa, la cultivaron tanto en su época. Si queremos educar personas auténticas y felices no hay que olvidarse de solventar estos fallos de la educación.

La escuela ha evitado probablemente estudiar el interior de la persona porque ha pensado que eran los progenitores quienes debían ocuparse [O porque, como apuntaba antes, ya hay a quien le interesa fabricar personas-empleados]. Puede que sea así, pero sólo “puede”, por lo tanto, no está de más que la escuela centre parte de sus esfuerzos en que el alumnado aprenda a analizar su interior, conocer la composición de la persona que es, distinguir el yo, la voluntad, el deseo, el deber, reconocer pensamientos y emociones -aprender a calibrarlas, a catalizarlas o frenarlas e, incluso, anularlas si conviene; mejor cuanto más jóvenes-. [Aprendizaje que sospecho -por propia experiencia- nos llevará toda la vida]. Hay que decir, sin embargo, que tal y como están montadas ahora las escuelas convendría aligerarlas de currículum académico tradicional para poder impregnar la atmósfera escolar de estos aires. [Y pese a todo, las escuelas ya incluyen esta faceta de la educación]. Incluso educar según modelos no basados en la clasificación del alumnado por edad: quizás por niveles en diferentes materias o por ambientes, como ya me consta algún ejemplo.

Este hito será imposible llevarlo a buen puerto si el tutor legal y/o maestro no se conduce mediante ese conocimiento de sí mismo. No vale aquello que decían antaño los curas: “Haced lo que yo diga, no lo que yo haga”. Como se suele decir, hay que predicar con el ejemplo; o bien, como decía Gandhi: “La paz es el camino”. El maestro y/o tutor legal siempre ha de actuar desde la alegría, la libertad y la equidad. Valorar está en manos exclusivas del sujeto; nosotros decidimos qué valorar y la medida. El niño o niña, por el hecho de serlo, no sólo posee los mismos derechos humanos que un adulto, sino más. El infante ha de palpar que un aire de amor hacia ellos rodea al tutor. No ha de ver fraude en ello, ha de comprobar que la estima del maestro hacia él, sus compañeros y otros adultos es real, así como que la serenidad de su tutor es la norma y que la libertad suya -la del alumno- tan sólo se ve menguada por la del prójimo. Esto no significa que el maestro o tutor legal no pueda enfadarse en un momento dado, o incluso simularlo, pero sería sospechoso de descontrol si lo hiciera de forma demasiado continuada. Ni tampoco que no puedan castigar, ya que deben hacerlo ante las conductas que así lo requieran. Pero creo adecuado castigar sin mostrar ápice de odio y desde la serenidad. [Salvando las distancias: no sé qué antiguo griego mandaba a un tercero que castigara a un esclavo suyo porque él estaba demasiado enfadado]. Como las palabras son palabras y, en la realidad, unos progenitores pueden topar con un chaval –digamos- "difícil" y una maestra con un grupo –digamos- "salvaje", aparte de que el comportamiento gregario suele diferir en gran medida del individual, no nos queda otro remedio que perseverar y no dejarse llevar por el desánimo. Y distiguir qué conducta es crucial -de respeto, por ejemplo- y cuál queremos evitar únicamente por el qué dirán.

Conocerse a sí mismos producirá frutos riquísimos para la persona. Con más probabilidad, le evitará situaciones depresivas, provocadas por el hastío o el asco a la vida -zafarse de él al mayor atisbo: regla de oro-, y le amortiguará o eliminará las relaciones tensas y/o violentas con el prójimo (compañeros, colegas de trabajo, maestros, profesores, amigos y familiares). Asimismo, le procurará vivir con plenitud, vitalismo y alegría, sin miedos ni preocupaciones innecesarias. Manejará a su antojo su comportamiento porque se dominará, domeñará emociones nefastas como la ira desbocada o el tedio desmesurado –el asco-, me refiero. La razón será su inestimable ayuda para el camino. Pero el alumno ha de ver que la felicidad es posible –lo comprobará en el clima de alegría que le procuran tutores y maestras-. Hay que acabar con el “piensa mal y acertarás”. Esta máxima te conduce a malpensar de todo y todos, y a equivocarte y convertirte en un verdugo de ti y del mundo. Acabas aglutinando en ti lo peor del humano. “Piensa mal y te amargarás”, es más cierta.

Comprobarán que, pese a ellos haber alcanzado cierta sabiduría y haber detectado la inutilidad de la ira y la infelicidad, el mundo continúa lleno de maldad (también hacerles ver que los medios seleccionan una ínfima parte de la realidad o una realidad determinada). Pero es importante que caigan en la cuenta de que si ellos se mantienen firmes, poco a poco, el comportamiento de la humanidad –conjunto de seres humanos- hará honor a la humanidad –bondad y condición del ser humano-. Si la firmeza del sabio, que decía Séneca, se extiende lo suficiente por el orbe, el mal disminuirá, hasta incluso desaparecer. ¿Por qué no? Ya es hora de que la humanidad cambie su sino. Ya que el destino del ser humano está en su mano, ¿por qué no la humanidad puede elegir su destino o su camino si el individuo tiene capacidad para hacerlo? A veces, al principio, el cambio depende de los menos. Y aunque no haya cambio -pues ya lo decía más arriba, el rico querrá mantener el cortijo a cualquier precio- que él se mantenga firme.

Algo sobre la mente

El ser humano debe utilizar la mente en su beneficio o, en su defecto, aprender a usarla. Para ello, primero hay que detectar qué provoca nuestros pensamientos, declaraciones o conductas. Todo nace en la mente, a partir de algo externo, a lo que llamamos estímulo, causa o circunstancia. Sin embargo, tal circunstancia forma parte también del cerebro porque aunque sea externa la captamos y la “subjetivamos” mediante un proceso automatizado e inconsciente. No hablaré aquí de los actos (se entiende por acto -a partir de ahora y mientras no diga lo contrario-, la conducta, la manifestación o el juicio de un sujeto) de los actos producidos por estímulos que sólo viven en nuestro cerebro, pues precisamente pretendemos evitarlos con la educación.

Una vez el cedazo de la mente criba la causa o estímulo intuido (es decir, una vez “subjetivamos” el hecho), la percepción resultante interactúa con la razón, la emoción y el instinto, y la interpreta. Todo acto está condicionado por el hecho de que la circunstancia desencadenante (hechos ya subjetivados y/o interpretados o que lo están siendo casi simultáneamente al acto) interactúa con la razón, la emoción y el instinto. Hay que tener en cuenta que al intuir y después “subjetivar” un estímulo no sólo nos provocará o no una determinada emoción sino que lo percibiremos desde un determinado estado emocional producido por una o varias circunstancias anteriores o contextuales. Para que los efectos resultantes se ajusten lo máximo o totalmente a los deseados –entiendo, en el mejor de los casos, una plena armonía del quiero y del debo- la voluntad ha de estar alerta para juzgar qué porcentaje de razón, emoción y/o instinto debe condicionar la interpretación de la causa ya subjetivada por el proceso inconsciente. Una persona tendrá automatizado para su bien en alto grado este proceso si se conoce al máximo.

En una discusión de un asunto profesional, por ejemplo, si el estímulo interactúa con la razón el efecto consiguiente tendrá visos de estar más en consonancia con el fin que buscamos –si es que buscamos la certeza-, pero si la emoción se inmiscuye en exceso, el acto resultará perjudicial para el protagonista. Hablo de emociones extremas, pongamos que se ha de decidir algo en medio de un exceso de vanidad, euforia, apatía o ira. Las probabilidades de acertar en la elección menguan porque la emoción, que obnubila casi toda la razón, arrastrará a la voluntad. Esto no significa que la primera opción, la de la razón, sea la mejor elección siempre. Esto dependerá del contexto, es decir, del conjunto de las circunstancias. A partir de ellas, tendremos que sopesar a cuánta emoción dejamos intervenir. Pero la vida exige una mínima emoción, una pasión constante por lo que sea -por el conocimiento, por la vida, recomiendo- que te dote de alegría como la radiación de fondo impregna al universo. Conseguir esto comporta un gran autoconocimiento y autocontrol de nosotros mismos que ya me agradaría poseer. Sólo el entrenamiento, la paciencia, la perseverancia, el coraje y la prudencia nos conducirán al éxito de tal empresa.

La mente alberga por lo menos los componentes circunstancia, emoción, instinto y razón. En función de diversos factores –circunstancias precedentes y contextuales que ya han sido interpretadas y han generado a su vez estados emocionales diversos y actos consiguientes-, la voluntad procede de un modo u otro. [Ignoro si la voluntad pertenece a la mente –es decir, que la edificara en nuestros primeros años de vida al comprobar que en el mundo en el que vivimos crearnos una voluntad resulta la mejor manera de facilitar la supervivencia al ser corporal en que pace o al que pertenece- o es ajena a ella, es decir, innata. En cualquier caso, distingo voluntad, de mente y de cuerpo, como otra parte fundamental de la persona aunque interdependiente de mente y cuerpo como éstas lo son la una de la otra y ambas de la voluntad y con entidad propia cada una de ellas]. A veces, en los actos predominará la emoción, otras la razón y otras el instinto. Pocas veces una de ellas actuará en solitario. De forma más habitual, nuestros actos los conformarán diferentes porcentajes de razón, emoción e instintos. Por ejemplo, en una acción tan racional como resolver un problema de física o matemáticas, en el cual parece que no hay lugar para la emoción, también la hay o, al menos, esperanza de ella: la tarea puede resultarnos agradable o su solución provocarnos un estallido de alegría o euforia que responda a la demostración palpable hacia nosotros mismos de que servimos para algo. Al contrario, en medio de una lucha provocada por la ira podemos hallar arrinconada en nuestra mente una pizca de racionalidad y tirar de ella para refrenar el acceso de ira (esto no es fácil, sólo la práctica nos hará libres).

Además de esta fluctuación de instinto, razón y emoción que invade nuestra voluntad a modo de oleaje en la playa, la interactividad entre circunstancia, instinto, emoción y razón se verá condicionada –como apunté antes- por las circunstancias no inmediatas, sino por las que le preceden (que haya recibido una bronca, por ejemplo, o una declaración de amor), por las que contextualizan la situación (estar cansado, enfadado, tener hambre, tener sueño, ansioso por conseguir algo, así como su estado de humor habitual) y por el temperamento de la persona, su carácter. [Todas las circunstancias, obviamente, han sido subjetivadas mediante un proceso inconsciente y automático e interpretadas por un proceso más consciente o racional o, por lo menos, por un proceso que podemos hacerlo más consciente y racional.] Pero podemos modificar el carácter con nuestra acción consciente y constante sobre razón y emoción.

Muchas decisiones erróneas provienen de una elección precipitada, en la que nos hemos visto embargados por una emoción negativa que ha condicionado para mal nuestro juicio (de ahí que la denomine negativa). Para no precipitarnos y acertar en la medida de lo posible en las decisiones hay que desarrollar:

• La prudencia: si nos sentimos cautivos por una emoción negativa intensa (ya ira, ya euforia, ya tedio o asco, ya embelesamiento, ya pasión desenfrenada, ya amor propio excesivo) lo mejor es poner durante un tiempo pies en polvorosa, para juzgar con más equidad tiempo después. A veces, servirá con unos pocos minutos, a veces con días o semanas. Y paciencia.
• La relajación y la meditación: relajar músculos y mente para divisar con claridad el discurrir de los pensamientos y emociones que recorren cuerpo y mente, y poder así analizar el comportamiento que resultaría de la conjunción de tales juicios y emociones. Discernir razones y emociones facilitará su ordenación y jerarquización, y por consiguiente, mejorará la toma de decisiones.
• La serenidad, que conseguiremos con esfuerzo, entrenamiento, relajación y meditación. No es un objetivo fácil conducirte siempre desde la serenidad. Para ello necesitamos también armarnos de paciencia.
• La atención interior: cuando ya nos ha invadido la emoción negativa, buscar siempre, en medio de tal azote, el resquicio de la razón para tirar de él y reconducir la situación. Siempre lo hay, más a medida que ejercitemos esta preparación. Y cuando hay ira, como dicen los manuales, no pensar en los motivos porque la espoleamos más.
• La observación: como en el caso anterior, aprender a fijarse y a retener datos de la mente y el cuerpo del prójimo y de uno mismo, así como de las circunstancias y elementos del entorno. Toda información es buena para conducirse en el mundo, para detectar cuando a ti o al prójimo le asalta una emoción negativa, y tenerlo en cuenta a la hora de actuar. Por ejemplo, transigirás o no ante una supuesta ofensa si comprendes la coyuntura de tu interlocutor.
• Vivir, de forma general, bajo la emoción de la alegría, que sea el denominador común de los actos, una actitud feliz ante la vida. Es la indiferencia ante la vida la que suele condicionar los actos, en el mejor de los casos; en el peor, el asco o el odio, que genera ira. Bajo estas actitudes, nuestros actos con dificultad serán acertados. Desde el punto de vista alegre, es muy posible que la ira o el asco de nadie te ofenda, porque, simplemente, no pueda ante la alegría de vivir. Es más, podría ser que ante posibles injurias y ofensas tan sólo nos cupiera una respuesta: favorecer al que pretende ser nuestro agresor.
Gracias a estas medidas y conocimientos de nosotros, el prójimo y el entorno, al final conseguimos la sabiduría para reaccionar a las circunstancias -reales y, en el peor de los casos, imaginadas- a nuestro antojo o beneficio. Aunque cuanto más hayamos vivido en la prisa, la cobardía, el miedo y la hipocresía como norte, más probable serán las recaídas y mayor el tiempo de recuperación. Creo que la lentitud también es buena compañera y debemos cultivarla. 

En el caso de la ira, la consecuencia final de la acción es violenta, por lo que, hoy día, casi no se me ocurren coyunturas en las que la ira sea necesaria. Cientos de miles de años atrás sí, cuando “sólo” éramos animales, para defendernos de ser comidos. He puesto el entrecomillado porque hay que recordar que los animales no son irracionales, aunque no dispongan de lenguaje verbal (un canto algo más sofisticado, pero poco más que el de los pajarillos). Como decía Séneca, si te ofendes por un acto justo, la ira no tiene razón de ser, puesto que lo que te recriminan es justo, no hay tal ofensa. Si, por el contrario, crees que el acto no es justo, la ira sólo te obnubilará la razón y quedarás desarmado ante la ofensa si no es evidente el engaño del ofensor. Combate el acto injusto con la razón; quizás te ayude saber que aunque haya acto injusto, en realidad, no hay tal ofensa puesto que tú conoces la injusticia. Si la maldad es genuina, auténtica, continuemos combatiéndola desde la razón. Si persiste, lo mismo. Si aumenta, lo mismo. Si daña física, psicológica, moral o profesionalmente a las personas, denúnciala. Pero que la maldad no conquiste la capacidad de torcer la justicia, de menguar la razón y de dar alas a la ira, pues terminarás combatiendo como tu contrincante legitimándole así sus actos injustos. Habrás caído en las mismas ciénagas por las que el agresor se mueve.
Ya no hablo de quien manifiesta lo injusto sin saberlo, por incompetencia o negligencia en el uso de la razón, o de casos de orgullo o ego herido. Si alguien actúa desde el orgullo herido procura alejarte cuanto más mejor hasta que se dé cuenta de que no tienes nada personal contra él, de que sólo buscas la certeza. Recuérdale, si no está alterado, la máxima de Epicuro, que encabeza este blog: “En una disputa razonada gana más el vencido”.

Si es, sin embargo, una ofensa personal –y cuando no hay ni incompetencia ni negligencia en el uso de la razón ni orgullo herido, hay iniquidad por parte de quien recrimina-, aconsejo lo que el estoico latino: ¿cómo es posible que un gusano pueda ofenderte? De nuevo, la sabiduría popular conoce el camino para detener tales latigazos y quitarles toda la fuerza con la que el agresor considera que golpea: “No ofende quien quiere sino quien puede”, o, mejor en catalán: “Brams d’ase no arriben al cel”, sentencias populares estoicas donde las haya. Ante cualquier ofensa, alegría, que el ofensor se dé cuenta de que es imposible ofenderte. Pero si es necesario –bien para que no vuelva a hacer eso que ha hecho contra ti contra nadie más, bien porque haya unas normas a cumplir- infórmale de lo que aprecias que intenta hacer desde, recuerda, la alegría y la calma auténtica. Por ejemplo:

• “No sé si buscas ofenderme con lo que dices, pero no puedes; es como si quisiera ofenderme un gato o una mesa: no tienen capacidad para ello”.
• “Sabes que no tienes razón en lo que me dices, ¿cómo ibas a ofenderme, entonces?”
• “¿Encubres un ataque personal con supuestas objeciones a mis argumentos? ¿No será que escondes cierta maldad hacia mí por algo? (aunque en el caso que lo sospeches dilo)”
• “Busco la certeza, no la confrontación, ¿y tú?”
• “Sé que más que buscar hacerme daño querías sentirte poderoso para en última instancia sentirte querido por ti y por los demás. No me voy a enfadar contigo, no voy a desplegar ira; ahora sólo hace falta que tú te quieras, confíes en ti y creas en ti”.
• “No me ofende lo que me dices porque yo no lo creo; lo que me molesta es que tú en serio te lo hayas creído. Aprovechemos, ¿hay algo más detrás?”

Tales respuestas son premeditadas pero quien disponga de ingenio vívido y razón diáfana responderá de manera más adecuada ante el que intenta ofender, ya que conocerá al punto la circunstancia y las intenciones que han desencadenado el intento de ofensa. Además, no sé si alguna vez es necesario usar sentencias como las anteriores o parecidas. Lo haría quizás ante injurias, ofensas o desprecios graves o leves reincidentes, ya que la reiteración esconde inquina más grave hacia un sujeto.

Finalmente, por un lado, hay que reconocer –insisto- las críticas justas a tus actos (que sean bien recibidas porque te harán bien para mejorar). Y por otro, si al crítico le pierden las formas, hacérselo saber, sin olvidar que la crítica era justa.

[Confieso que a veces me enfado por haberme enfadado más que por el motivo del enfado]

La armonía del quiero y el debo

Podemos definir a la razón como lógica de pensamiento y distinguirla de una segunda razón, aquella que se identifica o tiende a la certeza y que hace útil a la primera razón porque la guía hacia el conocimiento. Por lo tanto, a la primera la llamaremos lógica y a la segunda razón, es decir, lógica encaminada a la búsqueda del conocimiento. A través de la lógica podríamos explicar mediante excusas o pretextos –razones falsas- un acto injusto producto del orgullo herido o de la maldad –retórica-, pero no conseguiríamos justificarlo ni legitimarlo porque esa misión compete a la razón, que jamás podría explicar un acto injusto.

Toda conducta debe regirse por, al menos, un norte. Ese norte, para mí, debe ser la razón. Sin esta razón sólo habría lógica. Ahora bien, ¿todo el mundo se mueve –léase vive- regido por la misma meta? No, evidentemente. Pero, a mi juicio, la única educación ética es la que se mueve guiada por la tendencia al conocimiento. No puedo educar –o me será más difícil hacerlo- si he de aceptar un norte en el alumnado que para mí suponga un sur. No puedo aceptar una guía que atente contra el conocimiento, que se base, por ejemplo, en la superchería, en vanidades o en estamentos sociales. No obstante, puedo aceptar norestes o noroestes; de lo contrario, mejor sería plegar de la educación y de esta sociedad, ya que hay tantas guías –éticas o morales- como razas, pueblos y sujetos.

Según digo, la razón equivale o tiende al conocimiento y por conocimiento entiendo el Todo: lo interior y lo exterior, es decir, el conocimiento atañe a toda la existencia. ¿Podríamos afirmar que mi norte es una fe? Afirmarlo categóricamente sería falso, pero en el sentido de que, como otras filosofías, éticas y/o morales, sirve de plan para vivir, desde luego. Sin embargo, a diferencia de las fes que prodigan las religiones, la mía jamás da por cierto un conocimiento al cien por cien y sabe que, aunque base su vida en premisas "x", en cualquier momento estas pueden derrumbarse, como de hecho lo han hecho. [En ese caso, no vale lamentarse, sino que hay que alegrarse de haberse dado cuenta del error y continuar el camino por el nuevo derrotero. Esta reflexión no sólo se refiere al conocimiento físico del mundo, naturalmente, sino al interno nuestro, por ejemplo, también]. Y es que aventuro que la palabra fe se la ha apropiado la religión cuando es muy posible que la realidad de la fe –no el vocablo- haya existido desde que apareció el primer ser humano o incluso desde antes, desde la animalidad. “Un elefante tiene fe en hallar una pequeña charca en medio de la estepa porque durante generaciones los elefantes adultos así se lo han transmitido a las crías y la experiencia de cada una de ellas ha corroborado la existencia de esa agua. “Creen” que es así siempre y desarrollan fe en ese encuentro, pero todos sabemos que no es la fe la que hace que exista esa charca. Y sí, esa fe ha posibilitado la vida para los elefantes como otras fes facilitan la vida al humano –aunque en algunos la perjudiquen-. Imaginemos ahora que deja de llover en los alrededores de la charca. Poco a poco, la charca disminuye de tamaño. Los elefantes, de momento, continúan acudiendo a saciar la sed. Llega un día en que la charca no alberga líquido, pero los elefantes retornan unas pocas veces más porque tienen fe. Pero al poco se dan cuenta de que allí ya no hay nada que rascar. Pierden su fe y si alguno la mantiene y acude siempre allí fallecerá. O cambias de fe o mueres”. De hecho, nos movemos más por pequeños actos de fe que por actos razonados, creo.

Una vez aclarada esta salvedad, prosigo. Si mi moral es la del conocimiento, y recordemos que esto incluye a toda la existencia, incluidas las relaciones humanas, ¿debo hacer lo que quiero o lo que debo? [¿Qué es más moral? Para un católico, moral sería la conducta de quien se adecuara, por ejemplo, a los diez mandamientos y a todos aquellos dogmas establecidos por la Iglesia, o al amor si hace caso de aquello de que Dios es amor. Para Nietzsche, en cambio, y bajo su moral, muchos comportamientos cristianos serían inmorales. Nietzsche se dio cuenta de que el individuo había renegado de cierta soberanía individual –o se la habían usurpado- a favor de la social, la cual había incrementado a partir de entonces su poder en detrimento del individual. Y lo había conseguido mediante el ninguneo de valores naturales y/o provenientes de las satisfacciones corporales, por ejemplo, y desterrándolos a la categoría de “malos y perversos” ]. Si me rijo por una moral cuya meta y camino es la razón, cuyos valores son la justicia, el amor, la razón, la alegría y el coraje, y unas virtudes como la serenidad, la paciencia, la lentitud, la constancia o perseverancia, el esfuerzo y la meditación, lo moral no puede ser otra que el querer [que no equivale al deseo puro, sino que a veces lo sesgará la razón] y el deber, solapados y confundidos. Mis actos serán el resultado de lo que me demandan el cuerpo y la mente.

La voluntad comprende que las emociones y deseos son razones –guías ciertas, buenas para uno mismo en ciertos momentos- y no pretextos. [Alguien objetará que quizás provoquen dolor a otros. Tendríamos que analizar caso por caso y comprobar que realmente es así, que cuando alguien se satisface a sí mismo daña al prójimo. Con mi norte, por ejemplo, difícil será que mate a alguien, pero más fácil que haga una broma a costa de otro siempre y cuando no sea una constante ni una crueldad.] La voluntad entiende que la alegría y el pasarlo bien son razones y no excusas. La que antaño pudiera ser considerada lógica, hogaño se convierte en razón [Antes la razón equivalía, sobre todo, a bien del grupo, ahora incumbe a lo anterior y a la satisfacción de los instintos y emociones individuales] porque asimila que todo lo anterior –gusto por la vida, emoción e instinto- también es o tiende al conocimiento, a la razón, en fin y no hay que culparse por ello. La lógica se preña de razón porque descubre dónde, cuándo y cómo limitar a la soberanía social y a la individual. La voluntad se rige entonces por el quiero y el debo, como una única entidad que nunca antes debería haberse separado. La razón deja de participar sólo del otro para pasar a ocuparse también del yo. La educación consiste en, si eres adulto y con formación cristiano-conservadora, deseducarte como explica el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en las “Tres transformaciones” y en, si todavía se es niño, evitarle el tener que transcurrir por las tres mencionadas transformaciones: ganará en calidad de vida y tiempo y crecerá como persona auténtica, a la vez que aportará lo mejor de sí mismo al único pueblo que existe, la humanidad, y al único hogar que existe, la existencia. Esta es mi moral, la del conocimiento, la del coraje, la de la alegría.

Firmeza ante las envestidas de la adversidad

Lo fácil es navegar con viento a favor en un mar sereno. Lo difícil combatir oleajes y tormentas. Lo ideal es lo primero. Lo real es una mezcla de lo primero y lo segundo, con climas intermedios. No obstante, la pericia en la navegación se mostrará ante situaciones adversas. De poco sirve creerse una persona cabal cuando no ha habido situaciones en las que comprobar si continuamos manteniendo la serenidad (y pocos serán quienes jamás se muevan entre ciénagas). En la tempestad está el reto de mantenernos firmes en el juicio y la oportunidad de evaluar nuestras virtudes y defectos. Comprobaremos siempre que podemos mejorar. Para ello, insisto, amor, libertad, alegría, razón, respeto y coraje. Ciertamente, la razón aglutina lo anterior. Todos estos valores se consiguen mediante virtudes como el entrenamiento, la paciencia, la calma, la meditación y la constancia. En fin, el esfuerzo y el darse cuenta.

Con esfuerzo, el sujeto conseguirá interpretar las circunstancias –percibidas a través del cedazo automatizado e inconsciente de la subjetivación- de forma adecuada a la realidad y actuar lo más adecuadamente posible según sus deseos, según la armonía entre el quiero y el debo, es decir, según la justicia, es decir, la razón.

Por lo dicho más arriba alguien podría deducir que si la voluntad contiene, por un lado, razón –dirigida por la moral que fuere, ya personal, ya ética, ya espiritual, ya religiosa, ya una combinación de ellas-, y, por el otro, emoción e instinto, estas últimas son irracionales. Nada más lejos de la realidad. En la emoción y el instinto también hay razón, no ya porque, como apunté, cuando alguna de las dos se adueña de la voluntad en un –digamos para abreviar- "contexto inadecuado" siempre nos queda un ápice de razón desde donde someterlas, sino porque a ellas también las mueve una razón, un clic, un motivo por el cual se desbocan en el peor de los casos. Es decir, nacen de una causa, aunque, como hemos visto, el cerebro o la razón se equivocan cuando piensa que el efecto sea insoslayable de esa causa. La mente se confunde aquí y cree que como el mundo externo se rige, en principio, por la vinculación al parecer incuestionable de causa y efecto, el efecto de la emoción desbocada no puede desligarse en ningún caso de la causa, o, mejor dicho, de la causa aparente.

Para evitar confusiones tenemos que recordar el doble significado que le he imprimido a la palabra racional: como herramienta de lógica y como esa misma herramienta encaminada o coincidente con el conocimiento y la existencia. Lo irracional parece ilógico porque esconde un proceso racional de millones de años de evolución que la naturaleza ha automatizado hasta hacerlo inconsciente en muchos de sus pasos. Por lo tanto, nos parece algo irracional cuando en realidad es, en muchos casos, lo más racional, lo más humano, lo más moral. La parte irracional no es más que un mecanismo más o menos inconsciente desencadenado por un conjunto de estímulos –todos ellos bien racionales, en principio- como hemos visto antes. Realmente, lo que hace la razón es desenmarañar lo irracional. [Para que la consciencia medre tan sólo hay que desenredar lo irracional, lo inconsciente y lo ignorado].

Por lo tanto, se trata de que la razón discierna que pocas situaciones tienen la potestad de ser causa para desbocar una emoción o instinto descontrolado [¿Pero haberlas haylas? No, porque, en última instancia, alguien muy entrenado puede detener cualquier impulso catalizado por la emoción o el instinto. Como mínimo, siempre habrá dos opciones: moverse o no. Ahora bien, la cuestión no es si se puede o no detener los impulsos provocados por una emoción punzante -ya ha quedado claro que sí-, sino si debo o no hacerlo según mi ética. A veces valdrá la pena frenar el efecto de un instinto o el de una emoción, y otras no. Decide si es justo y ten cuidado de que cuando lo sopeses no decida por ti alguna moral atávica –la moral no sólo la dicta la religión, también la voz de un familiar, un amigo, una ciencia o un periodista- moral atávica que te conduce a actuar bajo el yugo de hipótesis y suposiciones que sólo se levantan en tu cabeza, y que han sido edificadas por intereses de otros. Puedes llegar a pensar en que si hago tal, a Pascual le sentará fatal, cuando a Pascual quizás ni le importará. Date cuenta de que la relación causa-efecto por la que parece que funciona el universo no siempre lo es, sino que a veces se trata de simple yuxtaposición que había hecho parecer relación causa-efecto. El ejemplo claro es lo que hemos explicado más arriba: la ofensa no tiene por qué provocarnos ira. No hay un vínculo necesario, obligatorio o forzoso [Recuerda, por otro lado, que todo lo que hemos percibido –intuido e interpretado- no es el hecho en sí; éste está fuera de nuestro alcance. Es inevitable que pase por el cedazo de los sentidos y la mente].

He de aclarar que, en especial, he tratado de la ira, pero porque la rabia encarna la emoción que de forma más tangible comprenderemos que nos puede perjudicar. Pero no me gusta hablar de ella como negativa porque sí. La euforia puede ser tan negativa como la ira para inclinarnos por una decisión.

La serenidad

La pieza clave de mi guía contra el miedo es la serenidad, como ya expliqué en otra entrada. Con ella conseguiremos lo demás, aunque no con ella sola. ¿Quién no ha escuchado alguna vez el siguiente aforismo: “Serenidad ante lo que no puedo cambiar, valor para cambiar aquello que puedo y sabiduría para diferenciar lo primero de lo segundo”? Pero qué se entiende por serenidad. ¿Qué entiendo por serenidad? [Apuesto a que etimológicamente proviene de algún vocablo relacionado con divinidad; o incluso –elucubro, no me he informado- de ser y divinidad, comunión, vaya]. Sin serenidad será más difícil, sino imposible, conquistar o vivir según las máximas: “Amor, libertad, razón, coraje, alegría”; puesto que éstas no son meras palabras, sino conductas, maneras de ser y pensamientos omniscientes. A mi juicio, el concepto de serenidad se puede expresar de dos formas, que son dos caras de la misma moneda. Serenidad, sin más, equivale a “yo”. O bien, la serenidad consiste en vivir habiendo derrocado todo pensamiento bestial, nervioso y/o eufórico que perturba el libre albedrío del yo. Ya la definía Kavafis en Ítaca:“(…) al fiero Poseidón, nunca encontrarás/ a menos que en tu alma los lleves dentro/ a menos que tu alma los ponga ante ti”. El “yo” debe destacar solitario y sublime por encima de las marismas de pensamientos, enhiesto como faro en mar embravecido e imperturbable como el ciclo del día y la noche no dependen de la tormenta.

¿Cómo serenarse? Séneca aconsejaba alejarse de la multitud cuando convives o coexistes demasiado tiempo con ella; retrotraerse cada cual a la soledad para hallar su yo. En nuestros días a esto se añade evitar al máximo el estrés, por lo menos el innecesario, el que bloquea. Recordemos que el estrés lo causa no tener tiempo suficiente para hacer una o varias cosas o, por lo menos, así creerlo, y sentirse así de forma habitual. La mayoría de actuaciones que creemos que tenemos que hacer en un determinado período de tiempo son superfluas o, por lo menos, se pueden postergar. Existe otro tipo de estrés común, el provocado por juzgar que no podremos solucionar determinado problema por mucho tiempo que dispongamos. En tal caso, pensemos en la certeza dicha y no nos atormentemos más, pues no hay solución posible. Y, si la hay, no nos preocupemos porque tarde o temprano daremos con ella si insistimos. Ahora que una cosa es pensarlo y otra distinta conseguir apaciguarnos con tal pensamiento. El paso del tiempo es muy importante. Hoy valoramos al máximo algo que dentro de unos días tiraremos a la basura, y hablo de forma literal.

Otra vía para conseguir la serenidad consiste, a la inversa que en el mecanismo anterior, en calmarse de fuera hacia dentro: permitirse una ducha larga de agua caliente y relajar todos los músculos del cuerpo. En situación de relajación y calma externa podremos calibrar mejor la urgencia o no de los pensamientos que causan el estrés y valorar si tienen razón de existir. Digo pensamiento porque, en último término, sólo la imagen que nos hemos hecho de algo exterior nos provocará una reacción, y no el hecho en sí, sino la percepción que construyamos de tal hecho a través de los sentidos y la mente [en el caso de la visión, los fotones que percibimos de esa realidad que, hoy día por lo menos, parece inaprehensible; fotones que aunque podrían ser o formar parte de esa misma realidad, no dejarían de ser interpretados]. No hablo aquí, se entiende, de ideas que se basen en fantasías. Éstas, con más razón, no son dignas de perturbar la salud, aunque condicionan en muchos casos nuestros comportamientos, actitudes y palabras, tanto o más que los basados en realidades externas.

Ya acabo. No tengo nada más que decir. Si alguien ha llegado hasta aquí, me gustaría que al menos me lo dijera en los comentarios o por correo electrónico. Y si a alguien le ha gustado un poco me gustaría recomendarle este otro texto que escribí hace un tiempo y del que, siempre que puedo, hago propaganda. Sé que tanto esta vez como en otras ocasiones me contradigo, pero espero que en general se entienda por dónde van los tiros. Oí decir una vez en una conferencia que a lo largo de la historia no se ha hecho más que escribir pies de página a las reflexiones de Platón. Espero que esta se entienda más como un pie a las de Nietzsche.

6 comentarios:

  1. Recordé una cita recogida en el libro de Anthony de Mello "La oración de la rana" en el que al hablar del "yo" comentaba: "Si crees ser lo que tus amigos y enemigos dicen que eres, evidentemente no te conoces a tí mismo".

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  2. Probablemente esto de conocerse a uno mismo es una tarea de por vida. Cuanto antes se empiece mejor, digo yo.

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  3. Interesante reflexión Felipe, a mi entender, la autenticidad en el ser humano es una característica que no viene implícita, como el color del cabello o el color de piel; depende de una serie de experiencias de vida que van desde la niñez donde se obtiene la materia prima que dará forma a la personalidad, continúa en la adolescencia, etapa crucial en la definición de la misma y permanece a lo largo de la juventud y la madurez con sus leves modificaciones.

    Los valores que mencionas, son fundamentales en la formación de la autenticidad, y sera solo la madurez y el autoanálisis constante lo que nos ayude a ser y mantenernos auténticos.

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  4. Gracias por tu comentario, Carmen. Coincido en que no se nace. E insisto: en general -porque siempre está aquello de acción-reacción-, cuanto menos miedo pasemos más probabilidades de seguir los dictados íntimos del ser. Hay que aprovechar tb para observar qué pensamientos provocan nuestras emociones.

    Tb creo que las experiencias empiezan ya antes, en la etapa fetal, pues el bebé no nato percibe ya algo de su entorno mediante los sentidos. No sé qué opinarás tú.

    Saludos.

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  5. buenisimo, me ha encantado, muy interesante.

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  6. Gracias, anónimo. Me alegro, de veras.

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