miércoles, 8 de diciembre de 2010


Serenidad y orgullo

Convengamos que la serenidad es vivir el presente sin alterarse hasta un límite en el que emociones como la ira, la euforia o el asco emboten la razón o condicionen sobremanera la conducta.

La agitación la desencadena algo externo, pero, al fin y al cabo, la agitación nos pertenece. Para domeñarla debo convertirme en domesticador de fieras, de mi fiera. En el fondo del fondo, según cómo, es una oportunidad deseable. La serenidad –digo yo- no es más que razón, salud, vigor. Buscar la serenidad es uno de mis caminos. Dar con ella, al menos en tipos como yo, agitados desde siempre, no es fácil. Pero noto los cambios.

Creo que la serenidad con mayúsculas permite reconocer el error antes de que la ira aparezca disfrazada de orgullo, dignidad o amor propio herido. Si todavía es fingida –superficial, quiero decir; cuando sólo atañe al cuerpo y la mente más somera-, sirve para detener los golpes de la ira, que perturbaría la razón. En este último caso, hay que expresar la rabia canalizándola por otra vía que no sea la violenta hacia el prójimo –súbete a un monte y grita o haz un par de sprints o pégate un buen tortazo-, porque de lo contrario se acumula en el interior y nos dañamos a nosotros mismos o, al final, herimos al otro, por una causa aparentemente tonta. ¿Por qué a veces, si no, mostramos impulsos agresivos excesivos por nimiedades? Pues por pequeñeces amontonadas en el espíritu durante días, meses o años. Más cuanto mayor seas y menos las hayas expresado por el camino. Muchas pequeñeces se convierten en enormidades, como el efecto bola de nieve. De aquí que manifestara al inicio que la agitación la desencadena algo externo, pero que si se convierte en ira desbocada, seguro que en la mayoría de casos es síntoma de que albergamos ya el combustible suficiente –pongamos, ira reprimida- y que sólo nos había hecho falta la chispa que todo lo inflama.

Pero, ¿qué es esto del orgullo?

Familia del orgullo, en grados, y de menor a mayor:
  • dignidad
  • orgullo
  • honor, pundonor
  • vanidad, superfluidad...
  • petulancia, presunción, jactancia, soberbia…
Seamos serios: esta gradación no esconde más que orgullo, más o menos inflado, o aceptado sociomoralmente en alguno de sus estadios, pero orgullo duro y puro. Me pregunto qué sería de un ser humano sin orgullo, es decir, sin dignidad. ¿Sería feliz? ¿O dejaría de poder llamarse humano? Creo que lo primero, siempre y cuando con la palabra dignidad nos refiramos a nuestras disputas cotidianas occidentales y no a la necesidad, brutalidad y esclavitud que padecen los humanes en muchas partes del mundo.

¡Qué útil, sin embargo, es la vanidad! Coincido con muchos en que al ser humano, en general y entre otros muchos móviles, lo guía la vanidad. Con ello, el ser busca sentirse importante, apreciado, en el fondo. Busca el halago, no la adulación. [Quien busca la adulación es un imbécil, a menos que a través de ella busque otros fines, como el que pretende el que adula cuando ansía una relación engrasada, tranquila y cómoda con el adulado, o generosa por parte del adulado. Pero esto es por parte del que adula]. Si no fuera por la búsqueda del placer que suscita en nosotros el halago, el mundo de hoy diferiría en gran medida del que es. Buenas y malas acciones, descubrimientos e inventos han acaecido por ella. Científicos, líderes, profesionales, pensadores se han movido por ella, en búsqueda del placer que creían que el halago de otros o de sí mismos les procuraría. Y eso, sin saborearla más que en sus mentes, sin conocerla de suyo (eso sí, conocen todos su esencia: el placer). Todos ansían, en mayor o menor medida, engrandecer su amor propio a costa del otro. O como dije ya, reafirmar su identidad. Saber también, por el halago, que existen. ¡Ojo, que yo el primero de la fila, eh! En cierta mesura, ¿quién no agradece un dulce? O sea, que orgullo con mesura o un poco de vanidad, ¿pues qué?

Vuelvo a la serenidad. ¿Cómo puede un tipo como yo, nervioso, impetuoso, conseguir cierta serenidad? Y antes que esto, ¿qué ocurre: no soporto mi fogosidad? No, lo que no soporto son las consecuencias nefastas que a veces se han derivado de tal ardor. Sin embargo, ha llegado un punto en que me molesta sentir la propia agitación. Tanto tragar me ha hecho en exceso susceptible, supongo. Tanta lluvia fina ha convertido mi piel en demasiado suave. Son mis nimiedades.

Creo que meditar y hacer deporte pueden ayudar. Nunca me ha gustado el deporte. Así que me queda lo primero, relajar mente y espíritu cuando puedo, me acuerdo y quiero. También respirar. Pero, sobre todo y para empezar, razonar y prever. Sentiré los adelantos de la serenidad cuando mantenga siempre, o en los momentos críticos para mí, la compostura, cuando sea real, no fingida. De hecho, en esta faceta ya no soy el mismo que hace unos años. Cuando lo consiga en las situaciones más adversas, aún ganaré más; cuando me disfrace de enfadado si lo creo oportuno sin llegar a sentir atisbo de ira, aún más. Pero no quiero dejar de ser humano. ¡Oh, el descontrol! Mientras escribo he vivido unas cuántas vivencias cotidianas hostiles en las que la serenidad se me ha esfumado como si nunca hubiera sabido de su existencia. Y es en estos momentos cuando de verdad es más necesaria. ¿Qué me importa estarlo sólo en momentos apacibles? Pero persevero con paciencia para que estas ideas y el entrenamiento den frutos. Que -ya digo- algo hay ya, si me comparo con años atrás.

Observar las señales de la agitación es clave. E incluso evitar escenarios que sepas que aún te pueden, o prever la reacción. Ejercitar la prudencia y la paciencia para domeñar el ímpetu. A veces me ha pasado que he querido hacer algo sabiendo que sería mucho mejor posponerlo para pensarlo antes con calma. Y me ha costado refrenarme, y aunque no siempre lo he conseguido, algunas sí. También he de decir que en ocasiones he hecho algo en caliente porque si no, no lo hacía, porque si no, excesivas razones muy sensatas habrían ahogado mis intenciones, mi voluntad, mi deseo, mi yo. Y aunque no lo he hecho con las formas más adecuadas, sé que, en el fondo, es lo que quería, porque pasado el tiempo he comprobado que era lo que quería.

Con todo, hace un tiempo que he optado por la serenidad como una regla adecuada, en general, para vivir. Pero jamás me abandona la impaciencia. Por ejemplo, convendría que para redondear este escrito, consultara otro que escribí hace un tiempo en el que recuerdo que anoté algo sobre serenidad y otras condiciones de los humanos, pero mi impaciencia y, sobre todo, mi holgazanería, me lo impiden. Que ahora piense en la serenidad como una buena regla para (no) actuar, no quita que mañana decida lo contrario o algo muy diferente. Ustedes saben…

Al final, parece esta entrada una confesión. Es lo que hay. Saludos.

PS: Si alguien sospecha que por aquí hay algo de Montaigne o Séneca tiene razón.

2 comentarios:

  1. Ja, ja, ja... Eso me pareció, según avanzaba en la lectura, iba reconociendo pinceladas de Montagne....
    Buena reflexión, si señor ....

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  2. Otra de tus largas reflexiones sensatas que a mí personalmente me inyectan serenidad. Y esta vez el chute ha sido doble, por la forma y por el contenido. Un saludo, Felipe; un placer leerte [y aprender],

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