martes, 20 de abril de 2010


¿Existe el tiempo?

Nadie había cuestionado la existencia del tiempo hasta hace poco. Habitualmente, todos hablamos de un segundo, un minuto, un día, un mes o un año, como divisiones del tiempo. Lo cierto, sin embargo, es que tales nomenclaturas se refieren a consensos humanos arbitrarios y subjetivos. ¿Pero existe el tiempo al margen de estas divisones?

Hay otras evidencias, podríamos razonar, del transcurso del tiempo. Las personas, o los seres vivos en general, envejecemos y morimos, y los seres inertes terminan desvaneciéndose o transformándose. En cuanto a lo segundo, la erosión causa, en realidad, su desaparición. En lo que se refiere a lo primero, también podría tratarse de erosión, al fin y al cabo. Pero, si no, ya hay científicos que aseguran que algunos seres microscópicos viven, prácticamente, siempre. Incluso se conoce una clase de medusas cuyo ciclo vital es infinito: tras reproducirse, en lugar de morir, se convierten de nuevo en pólipos.

Por si esto fuera poco, están las investigaciones del gerontólogo Aubrey de Grey. Este científico asegura que el humano llegará a ser inmortal, que sólo un accidente, una enfermedad o el suicidio podrán con el hombre. Según afirma, los seres humanos poseemos hasta siete vías por las que envejecemos. Es decir, el envejecimiento no dependería del paso del tiempo, como tradicionalmente ha creído el ser humano. Es más, asegura este señor que los niños que nazcan ahora podrán llegar a ser inmortales. Basa su hipótesis en que cuando éstos tengan 40 o 50 años podrán aplicarse curas para rejuvenecerse 20 años, pero que, cuando vuelvan a tener la edad biológica de 40 o 50 años –es decir, con 60 o 70 años cronológicos-, podrán rejuvenecerse de nuevo, incluso más años. Si esto es así, el hombre y mujer del futuro tendrán la oportunidad de vivir larguísimo tiempo.

Si esta sugerente teoría se confirmara con la experiencia, ¿podríamos argüir con la facilidad de ahora que el tiempo existe? Alguien respondería que sí porque la esencia del tiempo es el cambio. Sí, de acuerdo. Pero a un humano que nunca hubiera visto fallecer ni envejecer de forma irremisible a nadie y que hubiera comprendido que una roca se deshace por la acción de los meteoros, sin más, ¿le habría sido útil la idea del tiempo, tal y como ahora la concebimos? Quizás, sólo la hubiera “inventado” por comodidad, por una forma de entenderse con el entorno (período óptimo para plantar, por ejemplo) y el prójimo. Es más, ¿no será, entonces, que hemos creado la idea del tiempo por tal error de apreciación y que el tiempo sólo existe en nuestra mente y no como objeto externo que condiciona la esencia de la existencia?

Aún no he respondido a la objeción, lo sé; entre otras cosas porque ignoro cómo, pero me huele que el tiempo no existe. Aun así, debo añadir otras objeciones, aunque vayan en perjuicio de mi olfato. ¿Quién nos asegura que, incluso aceptando que fuéramos eternos y entendiendo que las cosas se transforman por la erosión, el tiempo en sí dejara de existir? Como he dicho, una de las nociones que usamos para definir el tiempo es el cambio. Unos sujetos inmersos en un mundo sin envejecimiento ni muerte hablarían en términos como “hace tres lunas”, cuando vieron aquello o esto otro. Pero la pregunta es si ellos entenderían ese transcurso de tres lunas sólo como una medida subjetiva –para entenderse- o, tal y como ahora hacemos nosotros, como una medida subjetiva que trata de conceptualizar y hacer más manejable algo objetivo. Más: ¿esos individuos en tales circunstancias necesitarían dilucidar si viven bajo la segunda premisa? ¿Se cuestionarían si hay algo ajeno a ellos que debieran medir? ¿Tendría razón de ser tal cuestión? Muy probablemente, en ese mundo, preguntarse por la existencia objetiva del tiempo carecería de sentido. Y, si esto es de esa manera, el tiempo tampoco debe existir en este nuestro mundo si las investigaciones de Aubrey se confirman y en el envejecimiento sólo mandan mecanismos intrínsecos a la vida y no el paso del tiempo.

Sé que deben haber muchos cabos sueltos, pero a mí ahora sólo se me ocurre uno más. ¿Qué pasa con la relatividad, según la cual el tiempo llega a detenerse si se viaja a la velocidad de la luz, o se dilata si se aproxima a ella? ¿En qué quedamos pues, existe el tiempo o no?

Según la relatividad, el astronauta que hubiera viajado a velocidades relativistas por el espacio, en un recorrido de ida y vuelta, de regreso a la Tierra se habría encontrado con su hermano gemelo, pero éste último ya en la ancianidad mientras que él continuaría siendo joven. Si aplicamos el famoso ejemplo a los hombres del mundo hipotético antes mencionado, cuando el astronauta arribase a la Tierra tras su periplo espacial se reuniría con su hermano, quien, sin embargo, debido a los avances en genética, tendría la misma edad biológica –aunque no cronológica- que su hermano gemelo astronauta. El gemelo de la Tierra, por lo tanto, habría experimentado miles de sucesos mientras que su hermano el astronauta tan sólo unas decenas.

¿Quiere esto decir que el tiempo existe? Parece probable que sí, a menos que la relatividad esté equivocada, cosa improbable. O que la relatividad misma nos indique que el tiempo no es más que una ilusión que existe en el mundo de las percepciones, o sea, en el mundo tal y como lo captan los sentidos. Y que la realidad que construye nuestra mente se dilata o se encoge en función del punto de vista (velocidad), pero que es la luz, como vínculo (y naturaleza -dualidad onda partícula-) de todo fenómeno, la responsable de que percibamos el paso del tiempo, cuando el tiempo y su transcurso sólo existen en los fenómenos que percibimos, no en la existencia en sí.

(Especularé más sobre esto en otra entrada, para ver si me aclaro)




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jueves, 8 de abril de 2010


Cuando la humanidad alcance la humanidad

A todos se nos quedan imágenes grabadas al rojo vivo en la retina de las neuronas, por muchos y distintos motivos. Un documental sobre la “Guerra de las Galaxias” -la de Ronald Reagan- protagoniza uno de esos fotogramas de mi memoria. Por entonces, contaba con seis o siete años. Recuerdo romper a llorar porque oí –atónito-, por primera vez en mi vida, que el ser humano poseía armamento de sobra para eliminar a la humanidad y, de paso, al planeta; y que, para más estupefacción y tristeza mías, había en el mundo dos superpotencias con cara de pocos amigos que disponían de armas nucleares.

Décadas después he leído salvajadas. Algunas: en el apogeo de la guerra fría Estados Unidos y la Unión Soviética tenían capacidad para destruir la vida del planeta como seis o siete veces (no recuerdo la cifra exacta, pero una burrada de este calibre). O que, en ese mismo periodo, EUA almacenaba 15.000 cabezas nucleares, Rusia algunas menos y China unas 500. El ingenio para matarnos es inconcebible. Si los soviéticos atacan primero y los americanos tan sólo responden con unos pocos mísiles, calma, porque los cohetes disparados –al no detectar a los compañeros- emitirán señales con la orden de lanzamiento dirigida al resto de la comparsa macabra. De todos es sabido también que Internet se inventó en EUA para descentralizar el poder militar (léase poder apretar el botón nuclear desde cualquier base).

Obama y Medvédev parece que han dado “un pequeño paso” para la humanidad, pero no un “gran salto”. Al margen de las cifras acordadas por ambas partes, habrá que corroborar el desarme. Y, en otras ocasiones, esto sólo ha significado que un misil dejaba de apuntar a una ciudad, pongamos Barcelona, ¡glups! Pero reprogramar la diana, en realidad, es cosa de dos minutos. Así que, ¿qué significa reducir las cabezas nucleares? ¿Desmantelarlas de verdad o desprogramar objetivos? También me pregunto: si se desmantela, ¿qué diantre hacer con el uranio o el  plutonio, etc? Que lo engulla el sol, la mejor pero impensable -por costosa- solución.

La humanidad (sociedad) no alcanzará la humanidad (condición) hasta que solvente sus problemas internos. Y el nuclear es uno de los más peligrosos. A lo largo de la historia, los países han actuado según la ley de la jungla, las guerras han cambiado fronteras y la cooperación ha pasado a segundo plano. La ley sólo impera de puertas adentro. Y ni eso.

miércoles, 7 de abril de 2010


El pecado original de la Iglesia católica

¿Hay guerra sucia contra la Iglesia? ¿Aún hay quien se rasga las vestiduras! ¡Qué esperaban? Y no quiero referirme a los pecados mortales de la Iglesia que salpican estos días los medios de comunicación. Tampoco a los errores históricos de la Iglesia, por muchos de los cuales ya ha entonado el mea culpa. Ni siquiera al asunto económico y de financiación.

Me refiero al abuso o mal uso del pecado, la culpa y la confesión. Sé que esto no se ha dado en todos los niveles (hay curas sensatos y niños muy largos) ni culturas, países o comunidades cristianas. Pero no se puede negar que el poso religioso impregna de olores la atmósfera de una cultura. Y la cultura, cada cual la vive propia. O sea, que con mala suerte puedes entender mal el significado de las palabras culpa, pecado y confesión.

Me refiero también a problemas fundamentales de dogma, como alguna contradicción sonada entre el Vaticano y la teología de la liberación.

El pecado original ha sido y es a la Iglesia lo que en justicia se llama prevaricar: algo así como mentir a sabiendas. Y sí, hay que separar los pecados… y no hacer leña del árbol ¿caído?, pero ¿qué se habría opinado si en lugar de ser Benedicto XVI diana de acusaciones de encubrimiento de casos de pederastia hubiera sido otro jefe de estado, pongamos Aznar o Zapatero?

Toda cruz da la espalda a una cara. Pero ahora quería hablar de la cruz. ¡Uf!, ¿y lo de los preservativos?

martes, 6 de abril de 2010


¿Hay políticos con honor?

¿Hay políticos con honor? Seguro. No obstante, tal y como funciona esto de la prensa convendría estudiar qué porcentaje de ellos juega dentro de la ley y cuál fuera. Lo digo porque quizás debería empezar a ser noticia la política sin trampas. Bromas a parte, ante los continuos casos de financiación irregular y corrupción, sólo puedo hacer que referirme a la interesante conferencia del exfiscal anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo.